LA DIGNIDAD DE LA CLASE POLÍTICA
La dignidad es un término que se pronuncia y se utiliza con frecuencia, y una cualidad personal difícil de tener y mantener, porque exige, en el ser humano, una conducta que sea merecedora de respeto. Significa ser valioso.
Una de las carencias que acompañan, en la actualidad, a un porcentaje alto de la clase política de este país es justamente la dignidad, es decir ser merecedora de respeto. Lo que se pone de manifiesto con una simple apreciación del proceder que mantiene cada día y que llega, en algunos casos, a extremos inimaginable de indignidad. Tal valoración la confirman los ciudadanos en las respuestas a preguntas que se les formulan, sobre los políticos, por medio de encuestas públicas.
Se podían analizar y valorar casos concretos, por desgracia muy numerosos, en los que la clase política ha perdido la dignidad a causa de su comportamiento. Sin embargo, merecer tal excelencia es una condición imprescindible para que cualquier persona pueda formar parte de los poderes del Estado o participar en la dirección de una organización política.
Hoy no es frívolo asegurar que una mayoría de la clase política está invalidada para ocupar los cargos de responsabilidad que ostentan. No sólo en las estructuras del Estado, sino también en los órganos directivos de los partidos políticos a los que pertenecen.
No se trata de que hayan cometido actos delictivos sino que, por acción o por omisión han perdido la dignidad y por lo tanto el respeto de la ciudadanía. Tendrían, por el bien del país, que desparecer de la escena política y si no lo hacen es justamente porque han perdido la dignidad y son incapaces de una acción que merezca tal calificativo.
Políticos que fueron designados por su Partido para formar parte de los órganos directivos o del Consejo de Administración de una Caja de Ahorro, llamémosla banca pública, que han cobrado salarios o dietas desproporcionados, que no han cumplido con sus obligaciones de controlar el quehacer de la entidad mientras ésta iba a la ruina y timaba a los ciudadanos, para desastre del país, ¿cómo puede tener el descaro de continuar en cargos públicos de ningún tipo? Lo mismo se podía decir de aquellos que los designaron.
Ese ha sido, por ejemplo, el comportamiento indigno por parte de los miembros de Convergencia y Unión, que ostentaron el poder político o dirigían el Partido cuando tuvieron lugar determinadas corruptelas. Una es el caso del Palacio de la Música, que originó que tengan embargada su sede central. La otra la implicación del Secretario General del partido por un juez en otro procedimiento de semejante catadura.
Los casos Bárcenas y Gürtel le quitaron la dignidad a toda la cúpula del Partido Popular, que consintió, ignoró o descuidó sus obligaciones en relación a asuntos tan graves de corrupción. Esta epidemia que se extiende a lo largo y ancho del país afecta a responsables políticos de diferentes Comunidades Autónomas. Todos ellos han perdido el respeto de los ciudadanos y deben salir de la actividad política. ¿Qué dignidad puede tener un político que exhibe su amistad, interesada, con un narcotraficante condenado por la justicia, a muchos años de prisión, y que mantenía contratos con el gobierno del que formaba parte el político?
El caso de los ERES, en Andalucía, ha quitado la dignidad requerida para ostentar responsabilidades de gobierno, legislativas y, por supuesto, para formar parte de los órganos directivos del partido a todos aquellos políticos con responsabilidades a lo largo de las etapas en la que se gestó y llevó a término uno de los mayores fraudes a la sociedad andaluza, con consecuencias muy graves para todo el país.
No se trata de culpar de desafueros o exigir la intervención de la justicia, que es de suponer que lo hace y que lo seguirá haciendo en aquellos casos que la requieran.
La exigencia de que la clase política sea digna es otra cuestión, pero de una importancia capital. Ninguna persona sensata y honrada pone su vida y su hacienda en manos de una persona que no merece su respecto porque goza de su plena confianza.
En España se ponen, sin embargo, los caudales públicos y los poderes del Estado en manos de personas que carecen de dignidad y que por lo tanto, no tienen el respeto de los ciudadanos. Ese camino lo ha recorrido este país con relativa frecuencia a lo largo y de su historia y los resultados han sido siempre nefastos. Es de esperar que el proceso no se vuelva a repetir y los responsables políticos que aún conservan la dignidad consigan dirigir los destinos de este país.
Las personas que han perdido la excelencia y la autonomía de la dignidad, precisamente por no merecer la confianza de los demás, es decir, por no ser dignos del puesto que ocupan, tienen que desaparecer de inmediato de la escena y de las actividades políticas.